Las tierras de Petronio por Feliciano González
Publicado en el blog de Global Masticadores de Letras
Octubre 2024

La sala del despacho destinada a recibir clientes es un espacio conocido para los presentes. Decir que es un lugar familiar no es hiperbólico, ni un apelativo cursi. Durante dos décadas habían celebrado cientos de negocios, disputas, negociaciones, contratos, testamentarías, lealmente asesorados por Don Hilario, doctor en Derecho, que en paz descanse, y por su hijo Hilario, continuador del conocido despacho de abogados con balcones acristalados que se asoman a la calle principal de la población.
Tenían entre manos la mayor operación urbanística que habían abordado nunca, habían anticipado la celebración de su inminente éxito permitiéndose una elegante cena en la ciudad, a sesenta kilómetros de autovía hacia el sur, a la que acudió Remigio, alcalde electo por primera vez en los comicios de hacía nueve años. Hilario, que no era Doctor como su padre, los había reunido de urgencia para dejar caer una bomba de mano en medio de la mesa, algo con lo que nadie contaba.
−No podemos ejecutar el proyecto.
El rostro palidecido de los socios allí reunidos convertía lo que semejaba ser una reunión de amigotes en un funeral de un padre que tuvieran en común. Hilario era el único de los socios que mantenía el color de las mejillas, por ser quien llevaba masticando la noticia hacía veinticuatro horas.
−Es una carta escrita a mano, casi ilegible, en la que un tal Petronio nos comunica ser el descendiente de la familia propietaria de los terrenos durante generaciones.
El aparente funeral se convirtió en ese momento en un revuelo de voces, exclamaciones malsonantes,
insultos, un embrollo de disparos sin una diana precisa. El palacio soñado amenazaba ruina sin que
nadie alzara la voz capaz de aguantarlo en vilo.
−¿Qué dice Remigio?
−Está de camino −respondió Hilario pretendiendo aportar algo de esperanza a la eléctrica
desesperación de sus socios.
Y Remigio apareció en la puerta, no menos turbado que los demás, ante la noticia que el abogado
Hilario le había anticipado por teléfono esa misma mañana. Todas las miradas le apuntaban de lleno.
−¿Cómo iba yo a saber…? Yo no manejo esos papeles… −la referencia a los papeles arrojó sobre
Hilario todas las miradas.
−La finca no está escriturada, eso ya lo había comprobado. Pero la carta ha llegado y no se puede
ignorar. El remitente podría tener un contrato en su poder donde conste su derecho de propiedad sobre la tierra.
−¡Déjate de palabrerías! ¿Estamos o no jodidos? −la agresividad de los socios era latente.
−No te miento. Podríamos estarlo.
−¿Estar, qué?
−Jodidos.
Cuando la marea de espuma rabiosa reposó, acordaron citar al susodicho Petronio al despacho para
discutir directamente la situación y, si era el caso, hacerle alguna oferta de solución en la que todos ganaran, en otros términos, una solución para repartirse las ganancias. Era ésa una táctica imbatible, probada en repetidos casos anteriores: el reclamante arma ruido, hasta que olisquea el dinero y entonces se aviene a razones; el dinero siempre es el rey del juego.
Petronio es un hombre enjuto, algo encorvado, que ha superado con creces los ochenta, longevidad que contradice su aspecto delicado, que le hace parecer ya centenario, si bien la letra elegante y precisa de la carta que remitió al despacho de abogados ayuda a desmentir tales apariencias. Llegó puntual a la cita, como un reloj. Con tímida humildad se dejó ver en la puerta de la sala de reuniones, vestido con una gorra de visera muy usada, acompañado de la secretaria de Hilario. Mientras se descubría el espeso pelo blanco, saludó tímidamente pidiendo permiso para entrar. Fue Hilario quien tenía atribuido el papel de diplomático cortés del grupo de halcones que observaban cada la lentitud de cada movimiento del viejo. Ya acomodado en un lateral de la mesa, Petronio recorrió cada rostro alrededor suyo, con gesto de no reconocer a nadie.
−Don Petronio, le agradecemos que haya aceptado acudir a esta cita.
−Tú debes ser el hijo de don Hilario, el Doctor −el abogado asintió con amabilidad y una sonrisa algo incierta.
−Era un buen hombre, aunque apenas tuve ocasión de tratarle. Se fue muy joven a estudiar a la
ciudad, y ya de abogado no tuve necesidad, así que…
−Queríamos comentar con usted la carta que nos ha remitido −Hilario quiso centrar la conversación que amenazaba con dispersarse.
−¿Y tú quien eres? −Petronio pareció no escuchar el comentario del abogado, dirigiéndose a otro de los presentes.
−Remigio, el alcalde.
−¡Caramba! ¿Desde cuándo? −Los comentarios del viejo Petronio confundían a los presentes, sólo
interesados en descubrir las intenciones del viejo. Remigio respondió de forma escueta.
−Los alcaldes
de antes hablaban poco y hacían nada. Ahora ya no sé cómo funcionan las cosas. Quizás sea al
contrario, ¿tú, qué opinas?
−Don Petronio, nos indica en su carta que es usted el propietario de la finca anexa a la plaza del
Ayuntamiento.
−Petronio asintió silencioso.
−Los caballeros aquí presentes se preguntan si tiene usted algún título de propiedad que pueda mostrarnos.
−Si los presentes son, como dice, caballeros, sabrán confiar en mi palabra y lo escrito en mi carta. No hace falta que me diga que mi escritura deja mucho que desear. El pulso va fallando. Durante varias generaciones esa tierra ha pertenecido a mi familia. En los últimos cien años la hemos destinado a espacio para fiestas del pueblo, a ferias de ganado, cuando había ganado que feriar, también a reuniones de vecinos donde debatir cuestiones de interés común, como cuando quisieron atravesar la plaza central con una carretera asfaltada, lo votamos y fue que no se haría.
Al final, se impusieron quienes tenían el mando para hacerlo y jodieron la plaza con su carretera. Pero nuestra finca se respetó. Don Hilario, que en paz descanse, se acordaría de todo eso, tenía muy buena cabeza. Él se puso al frente del pueblo a defendernos, era joven y enérgico, pero no pudo ser.
−Don Pietro… −se lanza al asalto, impaciente, uno de los socios.
−Petronio, es mi nombre.
−Disculpe. Señor Petronio, queremos discutir con usted una oferta para realizar nuestro proyecto.
−¿Qué proyecto es el suyo? −respondió sin alterarse.
−Por cierto, tú no serás de los Caganchos. Por la edad, un nieto de esa familia
−esta incursión dejó desarmado al atacante.
−¡Anda que no he tenido correrías con tu abuelo! y con tu tío-abuelo, ambos Caganchos. Éramos uña y carne −le vence un gesto de nostalgia, que le deja cabizbajo.
−El proyecto consiste en la edificación de treinta chalés adosados. Atraería gente nueva y actividad comercial a la población −Petronio tarda en salir de su ensimismamiento.
−Me parece bien, pero háganlo en otra finca. Seguro que hay más fincas. Mi tierra es para uso de los vecinos, como lo ha sido siempre. No soy yo quien traicione lo que mis mayores dispusieron.
−Podemos intercambiar su finca por otra en las afueras, incluso de mayor extensión.
−¿Y yo para qué quiero una finca? −sin rebatirle, el socio volvió a la carga.
−Le podemos ofrecer una de las casas a un precio muy interesante.
−Yo ya tengo casa, la de mi familia, no necesito otra.
−Pues la alquila, o la vende y se embolsa un buen dinerito.
−Me has visto cara de necesitado. Tú no eres de por aquí −busca a Remigio con dificultad
−. Alcalde, ¿vas a consentir que esa gente de la ciudad venga a decir cómo tenemos que vivir y a destrozar lo que con tanto amor hemos construido?
−se hace un silencio que nadie sabe cómo manejar. Petronio hace el gesto de levantarse.
−Espere, todavía tenemos que discutir… −se apresura Hilario.
−El retrete, ¿por dónde? −Hilario le da las instrucciones adecuadas. En estos menesteres Petronio no se deja arrastrar por las prisas. Sin premura por retornar a la reunión se entretiene pelando la pava con la secretaria, identifica de qué familia proviene y cómo resultan estar emparentados a través de una tía abuela suya que se casó un hermano de su abuelo. Cuando se sienta de nuevo en la sala, se calza la gorra.
−Si no tenéis otra cosa, me disculpáis, se me hace tarde.
−¡Usted no se marcha de aquí sin que acordemos una solución a este problema! −alza la voz el socio
que había permanecido silencioso. Un silencio pasajero se impone.
−Eres igual que tu padre y que tu abuelo. De ahí viene que os llamen los Chuscos −se levanta y separa más la silla para hacerse paso −. Yo con un Chusco ni hablo ni hago negocios. Os sobra a todos mierda y os falta mucho por vivir. A partir de ahora, si deseáis algo procurad ser menos ambiciosos y más despabilados. En el remite de la carta tenéis la dirección de mi abogado. Buenos días.
Petronio se sintió como un conejo que sale de la madriguera y corre libre por el sembrado. El sol
calentaba su piel. Como cada día, se sentó en uno de los bancos de piedra de la plaza a disfrutar del cálido paso del tiempo.